martes, 7 de junio de 2011

Luisito

San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México. Enero 2011.

El sol está en el zenit. Frente a la Catedral, en el centro de la plaza, hay una gran cruz de madera. Madera que fue árbol. Madera que es cruz inmóvil y silenciosa. Cruz toda poderosa. Alrededor de la cruz están ellos; ellas y sus hijos. Indígenas de Chiapas. Tzetzales, tzotziles, tal vez choles. Historias de vida. Únicas. Valiosas. Y una sola cruz de madera para tanta gente.
Ellos saben que son muchos los dioses. Aunque saberlo no les saca el hambre ni el frío. Recostada sobre la cruz, en el escalón más elevado, una turista observa los telares, collares y ofertas de las pequeñas mujeres con largas trenzas y prendas superpuestas. A una de las vendedoras parece no importarle volver a ofrecer lo mismo que su compañera contigua y así sucesivamente. Son muchas mujeres valiosas rodeando a una mujer rubia con más valor monetario.
De entre los telares y las faldas multicolores salen los niños. Pequeños. Muy pequeños. También llevan colgados multitud de collares, llaveros y esculturas de trapo del Comandante Marcos, Dios de Chiapas. Cada turista condiciona los ligeros movimientos y el discurso automático de estos precoces trabajadores. Y las madres continúan ofertando a la gringa. La cruz, los dioses y el Comandante Marcos velan por sus hijos.
Hace tres minutos que Luisito nos persigue para vendernos al Comandante Marcos y a la Ramona en su caballo blanco. Dos niñas más grandes ofrecen muñecos de otros tamaños pero son más calladas que Luis, aunque tienen brazos más largos. "Ándele, cómpreme a Marcos y a la Ramona...20 pesos señorita, a 15 se lo dejo fíjese...". Pipi y yo no queríamos comprarle nada a un niño. Poco a poco Luis abandonó su discurso y empezó a contestar mis preguntas. Tenía 6 años, no iba a la escuela, sólo sabía escribir su nombre, su madre y sus hermanas estaban por ahí, cerca de la cruz. Entonces tuve ganas de abrazarlo, de leerle un libro, de que fuera sólo niño con responsabilidades de niño. "Se lo dejo a 10 pesos señorita, ándele...". Le tomé una fotografía. Posó para ella y clavó su mirada en el lente. Me cobró 5 pesos.
Al día siguiente, salimos con Pipi a recorrer el centro del pueblo. Ya había caído la noche y en unas pocas horas partíamos hacia Palenque. Entonces vi otra vez a Luisito y a sus hermanas, camuflados en la enorme multitud. "¡Luisito!" grité. El niño volteó a mirar muy sorprendido. Libró una de sus manos para saludar. Inmediatamente dejó de mirarnos y nos dio la espalda. Seguimos caminando. Luego de unos minutos Luisito nos alcanzó corriendo, llegó hasta nosotras y nos regaló una sonrisa. La primera sonrisa. "Chau" nos dijo. Le pregunté cómo estaba y le volví a pedir que le dijera a su mamá que lo llevara a la escuela. Asintió con la cabeza. Se fue corriendo. No lo volvimos a ver.
Una sola cruz. Muchos Luisitos.

Platos Picosos

Oaxaca, México, enero 2011.

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